martes, 20 de enero de 2015

El egipcio

Trabajo en el departamento de administración de uno de los hoteles con más solera e historia de mi ciudad.

Los trabajadores somos como una pequeña familia que convivimos en una torre de Babel, mezclándonos entre diferentes ideologías políticas, sociales y religiosas. El respeto mutuo hace que la armonía sea una constante en nuestra rutina laboral.

El verano pasado ocurrió un suceso que se quedó grabado en un rincón de mi memoria.

Trabajaba de camarero un apuesto joven con unos ojos negros que cuando te miraban te podían trasladar al no tan lejano Oasis del desierto, haciéndote creer que la fascinación de algún antepasado tuareg habitaba en sus pupilas.


Solía tropezarme con él en la escalera o en el ascensor de personal. Nos intercambiamos opiniones sobre el tiempo o nos reíamos con las bromas de alguna camarera de piso. Siempre me regalaba una sincera sonrisa acompañada de una palabra amable. Una sonrisa que no solo se reflejaba en su boca, también en su enigmática sonrisa de hombre del desierto.

Eran las tres de la tarde, cuando entró una ráfaga de aire fresco en la oficina. Con más ganas de hacer la siesta que de seguir enterrada en papeles, ver entrar al egipcio fue todo un descanso para mis ojos.

Le habían mandado a la administración a sacar fotocopias de unos documentos, algo inusual para un camarero. Me acerqué a explicarle cómo funcionaba la tan temida fotocopiadora. Él haría lo mismo si yo tuviese que aprender a usar la máquina de café.
Fotocopió sus papeles y se marchó, dejando su mochila de color negro al pie de la fotocopiadora. Hacía calor, mucho calor. La oficina enmudeció. Nos miramos unos a otros en silencio, haciéndonos la misma pregunta: ¿Por qué se ha dejado la mochila aquí?


Durante un corto espacio de tiempo, el ambiente se hizo tenso, irrespirable. Nadie se atrevía a acercarse a la mochila.

–Oye –las palabras iban acompañadas con una risa nerviosa– que se ha dejado la mochila ahí.
–Y si…
–Nooo, que va. ¿Te imaginas?

La duda nubló nuestros prejuiciosos pensamientos. ¿Y si en esa mochila había algo más que papeles o ropa de trabajo?

–Hay que avisarle de que se ha dejado la mochila aquí –dijo el jefe, que no las tenía todas consigo.

No tardó ni cinco minutos en regresar, entrando casi sin respiración.

–Ups, que me he dejado la mochila aquí. ¡Qué despiste! Gracias por guardármela. Bueno, chicos, que tengan buena tarde. Hasta mañana.

Tras cerrar la puerta, todos suspiramos de alivio, incluida yo. El silencio se difuminó de la misma manera que aquella mochila dejó de ser “algo” sospechoso e inquietante.

–Buff, ¿se imaginan que hubiese habido una bomba ahí dentro? –reía uno de mis compañeros.
– ¡Qué burro eres, tío!
–Sí, sí, seré burro, pero todos lo hemos pensado.
–Joer, pues a mí sí que se me ha pasado por la cabeza. ¿Se imaginan? Eso sí, estábamos demasiado tranquilos si hubiese sido cierto –dijo el más veterano.

Creo que aunque solo hubiese sido por un instante, todos pensamos que esa mochila contenía una bomba o algo que pudiese explotar. ¿Que fuimos prejuiciosos? Sí. ¿Qué estuvo mal? Me arrepiento.

Me sentí fatal por pensar que un chico tan amable, quizás musulmán, o tal vez cristiano, con una sonrisa que te alegraba el corazón y unos ojos que te podían enamorar, pudiese ser un terrorista. Un fanático que no le importase inmolarse por una causa en la que el odio es el que maneja los hilos de su marioneta. Y todo por un puñado indecente de vírgenes esperándole en un supuesto paraíso celestial.

Tuve ese terrible prejuicio de mirar con los ojos del miedo a un hipotético terror que por fortuna nunca llegó a existir.

Sí, soy culpable de pensar mal. Porque no es la primera vez que alguien deja una mochila en un tren y este sale volando por los aires con los sueños de los que iban en él. No es la primera vez que alguien deja una mochila en un mercado atestado de inocentes y riega de sangre un futuro que jamás se hará presente. No es la primera vez que alguien deja una mochila en un hotel y las vacaciones se han terminado para siempre.

No es la primera vez, aunque me gustaría que fuese la última.

Manuela Guimerans Ferradás