El frío que se mete en mis oídos sin pedir permiso, quiere
acallar las voces del viento, que susurra las palabras de una ciudad a punto de
irse a dormir. La luna, que intenta esconderse tras una nube pasajera, curiosea
como mis pasos sin huella y sin rastro, llegan hasta el muro.
Un muro que sin más pretensiones, donde quizás converjan
presente y futuro, divide mi ciudad en dos mundos paralelos. Un muro
silencioso, mudo, con algún nombre oxidado en sus tripas, sin color. Me asomo
cautelosa a su borde, con miedo de caerme sobre la telaraña de casas sin
nombre, calles sin orden y ruido, mucho ruido.
A lo lejos una serpiente luminosa de coches busca su
rutinario regreso a un marido sin besos, a un hijo con deberes, a una
conversación pendiente o a un bocadillo de queso. A mi derecha un faro que
apenas da luz. A mi izquierda un puente blanco que comparte secretos con unas
pirámides de brillantes. Bajo mis pies unas escaleras desgastadas que no
conducen a ningún lugar. Sobre mis hombros, la luna cotilla.
Al fondo, casi difuminándose entre las sombras y la arena,
unas luces juegan a encenderse y apagarse, como tratando de comunicarse en
código Morse, intentando revelar un mensaje oculto. Dicen que es Tenerife, que
nos espía desde muy cerca, envidiosa de nuestra Playa de Las Canteras. Más allá,
la nada, o quizás el todo, tal vez el infinito más húmedo y salado que te
puedas encontrar.
Un sonido llama mi atención. Un perro corre escaleras abajo
para no perder a su dueño. Estaba equivocada. Las escaleras llevan a esa parte
de la ciudad en la que yo vivo. En mi barrio los mendigos se mezclan con algún
político de medio pelo que pretende cambiar el orden de las cosas, los
rastafaris caminan por la misma acera que los pijos de marcas en sus trajes y los
compradores de sueños se lían con vendedores de maría. Los perros ladran, los
niños gritan y por la noche, la música danza muy cerquita de la marea.
A mi espalda, al otro lado del muro, me intimida una hilera
de dúplex amarillos con la misma puerta, la misma maceta roja, el mismo perro con
distinto dueño. Casas cerradas con llave y verjas que encarcelan los hogares,
protegiendo a sus habitantes de todo mal, de toda vida. Por la calle ni un
vagabundo pidiendo limosna, nadie vendiendo maría. Todo es correcto, formal,
incluso un centro comercial les invita a merendar, donde repeinados sin gomina
aparentan tener lo que se les escapa de sus bolsillos. Se reconocen en el
vecino, pantalón chino para ellos, perlas para ellas y enormes lazos estrangulan
las melenas de sus niñas.
Ninguno quiere asomarse a ver lo que pasa en el otro lado del
muro. Tienen miedo de convertirse en lo que no son, sentir por un momento que
en el otro lado siempre se está mejor. A veces, el engominado se mira al espejo
antes de dormir, se suelta el pelo y piensa lo que daría por fumar un poco de
maría conversando con algún viejecito que le regale historias. A veces, el
rastafari se ve reflejado en el cristal de la casa que ocupa y se imagina con
el pelo corto y viviendo en una casa propia con verja.
Toco el muro, es áspero. Respiro intentando escuchar al
viento por si tiene algo nuevo que decirme, pero una ráfaga de olor a mierda de
perro mezclada con tabaco me abofetea la cara. El ruido ha cesado, las luces
siguen encendidas. Ojalá que este muro de ladrillo solitario no separase dos
ciudades tan distintas y a la vez tan iguales. Ojalá esos dos mundos paralelos
lleguen a acariciarse algún día no muy lejano.
Manuela Guimerans Ferradás